Famosas por su aura infantil e inocente, por sus pequeñas alas y su simpatía, lo cierto es que la imagen de las hadas que tenemos hoy difiere enormemente de la primigenia. Su origen se remonta a las mitologías griega y romana, cuando se las llamada hados –destino– y se las consideraba protectoras de la naturaleza. Eran criaturas fantásticas y mitológicas que, en ocasiones, interactuaban con los hombres. Pero también se hablaba de ellas en otras culturas.
En el norte de Europa, se las equiparaba con los duendes, los gnomos y los trasgos, todos ellos lúmenes de la naturaleza que solían aparecer alrededor de los túmulos funerarios. Eran seres del inframundo, creados en la imaginación humana para perpetuar la creencia de la vida tras la muerte y darle un sentido a esta. Con el tiempo, fueron abandonando esa relación con la parca y, durante la Edad Media, se les otorgó una imagen más benigna a través de los libros de caballería, donde se las presentaba como altas, aristócratas y de gran belleza.
Las tramas hablaban continuamente de amores entre mortales y hadas, con toda la problemática romántica que tal relación atesoraba. Una de esas historias relataba cómo Gerbert de Reims (940-1003), el hombre más ilustrado de su época, se topó en el bosque con una bella mujer que lo llamó por su nombre. Estaba sentada en una alfombra de seda, junto a una enorme pila de dinero. Se trataba de un hada llamada Meridiana, quien le rogó que tomara el dinero y se convirtiera en su amante, a lo que el interpelado accedió sin dudar.
Cuando Gerbert se convirtió en el papa Silvestre II, Meridiana le aseguró que no moriría hasta que celebrara una misa en Jerusalén. Como el pontífice se encontraba en Roma, se sentía siempre a salvo, hasta que un día, al oficiar misa, vio a Meridiana revolotear a su alrededor, aguardando para llevárselo al inframundo. Intrigado, preguntó cómo se llamaba la iglesia donde estaba celebrando la eucaristía y la respuesta fue: “Santa Cruz de Jerusalén”.
Con relatos como este, no es de extrañar que varias familias nobles, como la de los condes de Poitou, la dinastía de Luxemburgo o la de Enrique II de Inglaterra, afirmaran descender de las hadas, en especial, de la más famosa de todas, Melusina.
No fue hasta la llegada de William Shakespeare, cuando estos personajes encogieron en tamaño y se convirtieron en seres diminutos, casi etéreos, difíciles de ver, luminosos y dotados de pequeñas alas. La imagen gustó tanto que los sucesivos poetas y dramaturgos la perpetuaron en sus obras, hasta convertirla en la representación del hada que hoy todos tenemos en mente.
Fuente: http://www.muyinteresante.es/
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