Cuando yo tenía quince años, mi padre siempre me decía que no confundiera la libertad con el libertinaje. Esa confusión, a sus ojos, caracterizaba los años de la adolescencia. Historia de mi vida, de Giacomo Casanova (1725-1798), por supuesto, resume la vida de un libertino estricto, en el sentido histórico del término, esto es, de un seguidor de la filosofía del libertinaje; sin embargo, el frenesí, el exceso, la intensidad, la corporalidad hormonal del personaje que nos narra su biografía en primera persona apuntan hacia la adolescencia. Apuntan insistentemente hacia la adolescencia. Casanova crece, madura, envejece, sin duda; pero hay en su trayectoria vital un tono, una vibración que es propia de la hedonista primera juventud. Es entonces cuando el ser humano más cree en esa abstracción llamada libertad y tiende a relacionarla con el impulso anárquico que mi padre llamaba libertinaje. Así empieza el aventurero, seductor, espía, músico, tahúr, bon vivant y brillante escritor sus memorias: “Empiezo declarando a mi lector que, en todo lo que de bueno o de malo he hecho en mi vida, estoy seguro de haber merecido elogios y censuras, y que por lo tanto debo creerme libre.”
La libertad, por tanto, no sólo es una cuestión individual, sino que se trata de una tensión dinámica entre el sujeto y la sociedad. El comedido libertinaje de Casanova –que asume como una utopía–, por tanto, va a ser desarrollado biográficamente, va a ser expuesto públicamente, porque su extraordinaria vida, en tanto que ejercicio constante y adolescente de reafirmación de la libertad, necesita de la aprobación o, al menos, del juicio de los lectores. Más de dos siglos después, nuestra lectura no puede ser más que aprobatoria. Y entusiasta. Ante una prosa libérrima en el fondo y en la superficie: el francés en que fue escrito es absolutamente cosmopolita, colmado de extranjerismos, convencido como estaba su autor de que una lengua se enriquece con las palabras ajenas. Ante una demostración de que el ser humano es capaz de inventarse y reinventarse, en contra de sus orígenes, si sabe adaptarse e incluso metamorfosearse. “Ésta es, querido lector”, leemos, “toda la historia de mi metamorfosis y de la feliz época que me hizo saltar del vil oficio de violinista al de señor.”
Hijo de actores que no deseaban que sus hijos se dedicaran profesionalmente a la comedia, la vida de Giacomo Casanova estuvo no obstante marcada por la presencia constante de la máscara. La música de carnaval constituye su banda sonora. Fue a bailes de máscaras en muchísimas ciudades, como si las seleccionara según una agenda dictada por las mascaradas. Y en todas ellas asistió a representaciones teatrales y a espectáculos de ópera. Frecuentó a comediantes, cantantes, actores y sobre todo actrices. Pero su relación con el teatro no se limita a esas circunstancias: penetra su actuación vital y sus relaciones personales. El disfraz, el transformismo, la peluca, lo bufo o el eunuco invaden la página. El viaje y la vida se observan y son narrados desde la conciencia del theatrum mundi. Leemos: “a menos que fuera una mascarada que me hicieron adrede”; o “fingiendo no darse cuenta”; o “fingiendo sorpresa”; o “escena” y “teatro” en referencia a espacios de la vida cotidiana. El relato, por tanto, se articula a menudo como si la vida fuera una representación teatral: “Empleamos las dos horas que pasamos en el vis-à-vis en interpretar una farsa que no pudimos acabar. Cuando llegamos a Roma, tuvimos que echar el telón. Yo la habría terminado, de no haber tenido el capricho de dividirla en dos actos.” El escritor concibe su escritura como una performance: la vida se somete a los rigores de una meditada y atractiva puesta en escena.
La cultura de Casanova, alimentada vorazmente sobre todo en la juventud, es menos libresca que fruto de la experiencia: “empecé a conocer el mundo, estudiándolo en el gran libro de la experiencia”, leemos al principio; y hacia el final: “Como no tenía suficiente dinero para participar en las partidas de los jugadores, ni para conseguir alguna relación amorosa con alguna muchacha del teatro francés o del italiano, me aficioné a la biblioteca de monseñor Zaluski [...] Pasaba en ella casi todas las mañanas, y de él recibí documentos auténticos sobre todas las intrigas y los secretos tejemanejes que tendían a desmantelar todo el antiguo sistema de Polonia.” La jerarquía parece clara: el juego, el erotismo y, por último, la biblioteca como archivo político. Experto en oratoria, aficionado a la filosofía, capaz de charlar durante horas sobre Horacio o sobre historia contemporánea, Casanova entiende la cultura como un fenómeno más social que íntimo o intelectual. La conversación por encima de la lectura. En sus recuerdos, la escritura está sobre todo vinculada con el protocolo y las relaciones sociales (esto es, con la seducción). Si bien desde joven sufre apuros económicos y las deudas de juego se suceden a lo largo de las décadas, de modo que la economía se encarna en pagarés, billetes, letras bancarias y otros formatos de papel, no hay duda de que mayor importancia tuvo en su vida otro tipo de escritura y de documentación: la epistolar. Se diría que más que de las monedas, la economía de Casanova dependió de su capacidad para escribir cartas. Cada vez que llega a una ciudad –de Lisboa a Moscú, pasando por Venecia, Roma, Nápoles, París, Riga, Londres o Varsovia–, lo primero que hace es escribir un gran número de epístolas y entregarlas en los domicilios de los poderosos locales, a menudo acompañándolas de cartas de recomendación. Algunas de ellas tuvieron en su vida mucha más importancia que un pasaporte, un visado o algún otro papel de legalidad internacional. En alguien de su vitalismo, las cartas son, sin duda, la conexión entre la vida y la escritura. Por momentos, leyéndolo, he tenido la sensación de que en el siglo xviii Europa era sobre todo un espacio de la epistolaridad, en que la información y las ideas fluían incisamente porque estaban relacionadas con asuntos prácticos. Tras semejante entrenamiento (una vida dedicada a defender la subsistencia mediante la escritura de cartas) se entiende que Historia de mi vida sea un libro tan envidiablemente bien escrito. Y tan seductor.
“El espíritu depende del cuerpo”, afirma el casanova. En lo que respecta a la concepción del amor y del erotismo, el momento clave de las Memorias es la orgía romana de 1761. Cien botellas de vino para veinticuatro comensales. Sodomización (“donde los abates brillaron tanto en su papel activo como pasivo”), prostitución, apuestas, juegos sexuales: “fui el único en ser respectado”. Al escribir que aquello fue un “desenfreno infernal”, un “abominable teatro”, del que no obstante aprendió mucho, Casanova se revela irrefutablemente como el reverso de Sade, su contemporáneo. Lo hace en muchas ocasiones, por ejemplo cuando declara que desfloró a una muchacha pero que no “se divirtió” porque no “estaba enamorado”; incluso con las prostitutas busca complicidad, cariño, algo más que la mera piel. Pero la descripción de la orgía romana, dos siglos y medio más tarde, se revela como una declaración enfática en contra del libertinaje orgiástico y sadomasoquista. En su prólogo a los dos volúmenes, Félix de Azúa recuerda el consenso académico acerca del antidonjuanismo de Casanova: “Allí donde el aristócrata sevillano, infectado por la teología, se muestra vengativo, psicópata, misógino y engañador, en ese mismo lugar luce el burgués veneciano cómplice de las mujeres, su secuaz y su salvador en más de una ocasión.” La metamorfosis histórica del mito no puede ser ajena al signo de los tiempos. Si el xviii es ciertamente el Siglo de las Luces, la relación entre el hombre y la mujer debe ser iluminada por los mismos rayos que lentamente irán revolucionando la sociedad europea. El donjuanismo cambia al ritmo que lo hace la sociopolítica del Viejo Continente. No hay duda, en cambio, de que Casanova es el anti-Sade. Si en la obra de este los nodos son precisamente las orgías (la multiplicidad), en la de Casanova lo que importa es el encuentro con el otro y, a lo sumo, los pequeños núcleos humanos: la madre y la hija, las hermanas, la amante y su protector, incluso la familia.
Las tres últimas líneas de libro hablan de cómo Casanova conoció íntimamente a una niña de doce años, hija de una vieja amiga actriz. Lo hizo “tres años después” del punto y final. El viejo patético se agarra al recuerdo de su contacto con la preadolescencia. Carpe diem porque tempus fugit. Poco antes ha mencionado el carnaval. Y mil ochocientas páginas antes ha escrito: “¡Éstos son los placeres de la vida! Pero ya no puedo procurarme otra cosa que el placer de seguir gozándolos con el recuerdo. ¡Y pensar que hay monstruos que predican el arrepentimiento, y filósofos necios que sostienen que los placeres no son más que vanidad!”